ues yo, para las tribulaciones cardíacas, sigo la dirección espiritual del P. Burning:
+ oración (con los Padres del Desierto) y
+ unos buenos latigazos de orujo.
Mano de santo.
el 3 de mayo de 2007
Yo soy el grito reaccionario, el alarido telúrico de las tierras de España que llora y ensalza sus hijos sacrificados por la Fe y la Patria, y no cederé a las hordas masonas. Porque en estos miserables momentos de decadencia, yo soy la conciencia nacional. Yo, el insobornable paladín de la Tradición y el vengador de la inocente y dulce María Antonieta.
Soldado de Cristo, ¡presenten armas! Bienvenido al frente contra el Poder de las Tinieblas.
Recíbelo con previo ayuno y una buena confesión.
Malcontent
el 2 de mayo de 2007
En el comienzo del mito de la caverna ocurre una manifiesta incongruencia con el pro-pósito mismo del relato: la de la “liberación” del prisionero, en cuyo periplo consiste to-do. Es un exabrupto difícilmente justificable que no puede obviarse por el expediente de decir que se trata de un mito, eso es, una alegoría, un isomorfismo al que no se le deben exigir las mismas normas de coherencia que a la realidad (so pena, evidentemente, de dejar de ser un isomorfismo para ser la realidad misma). Que el prisionero se libere por las buenas no es un hecho irrelevante, sinó la condición inicial de todo el asunto. Si el prisionero se libera solo, ¿por quien es forzado a levantarse? La alteridad del “ser forzado” por otro es un hecho indispensable en la pedagogía platónica que considera el estado humano de imbecilidad originaria (eikasia) como un punto cero tan radical que sin una fuerza externa, y violenta, no es posible superarlo. Que alguien pudiera salir de la eikasia por si mismo cuestionaría toda la significación del mito. El prisionero, pues, no se ha liberado por si mismo, como tampoco por azar, pues todo el tinglado carecería en ese caso de razón suficiente. Luego debe haber sido liberado por otro; pero si ha sido liberado por otro tan prisionero como él, estamos entonces en una aporía de petición de principio (¿quien ha liberado al liberador?). Si ha sido liberado por una fuerza “superior”, supongamos los dioses o algo así, el mito se hunde también. En este último caso el conocimiento -y la paideia toda- sería un “milagro”, y puestos a introducir aquí el deus ex machina, nada impediría ya recurrir a él cada vez que las cosas se pusieran difíciles. Pero queremos pensar que Platón no sería Platón si hiciera eso.
“...manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y de lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones. Y la participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad”. (Aristóteles; Política; I, II. El subrayado es mio)
Sin embargo, si esa instancia que es el Estado revolucionario es puramente eidética y u-tópica, ¿cómo se explica que sea operativa? No se explicaría si el Estado platónico (y posteriormente jacobino, liberal, bolchevique, fascista, socialdemócrata...) tuviese que empezar de cero (como ya hemos visto en la lógica interna del mito) en su supuesta capacidad de constituir racionalmente al individuo y a la sociedad. Al igual que los pedagogos de la enseñanza moderna, que necesitan un soporte material que se ocupe de aquellas tareas que hacen posible su trabajo, como es (de momento) la familia, eso es, la célula social que carga con la viruela del niño, su alimentación, sus aprendizajes básicos de lenguaje y socialización para que el pedagogo socrático pueda, cómodamente (digamos: aristocráticamente y, como buen funcionario del filósofo-rey, exento de tareas serviles), tomar la informe materia humana para formar demiurgicamente un ciudadano; igualmente el Estado platónico sólo puede imponerse dadas determinadas condiciones de desarrollo social que, de hecho, son muchas menos que las que creía Marx (China ha demostrado no necesitar ninguna revolución burguesa ni industrial precedentes para llevar a cabo la revolución definitiva). Es suficiente, de nuevo, con la familia (que en China, por seguir el mismo ejemplo, fue siempre la institución por excelencia y de la que el modelo estatalista de Mao es una sustitución a gran escala). La familia es el arte-facto productor de animales potencialmente políticos. Pero sólo productor; porque el problema con que se enfrenta el filósofo-rey es el de la pretensión de algunos padres de educar por su cuenta, como si ellos fuesen aptos, no siendo más que simples particulares, para formar la siguiente generación de ciudadanos. Estos padres pretenden tener además del arbitrio sobre la procreación (insistamos con el ejemplo chino y la prohibición de tener más de un hijo), el de la transmisión de un ethos no sancionado por el filósofo-rey, con todas las deficiencias que eso implica, por no hablar de las taras biológicas y morales que para la lógica u-tópica ha de preocupar necesariamente a un sistema en el que la salud de los ciudadanos es algo prioritario.
Estos padres son la peor quinta columna que puede corroer al Estado platónico. La excusa que tienen para perpetrar tal sedición es la de creer que ellos deben educar nada menos que porque son los únicos que pueden engendrar, y que el Estado no tiene derecho a educar precisamente porque no engendra. Insisten en que la educación precisa de connaturalidad vital, más que de ciertas y racionalizadas aptitudes técnicas, y que el amor natural de los padres por los hijos es insustituible aun a riesgo de que individuos demasiado idiotas o degenerados asuman tal competencia. Que el deber de educar se fundamente en un acontecimiento, la reproducción, que hasta ahora ha estado escapando al control del filósofo-rey, es un grave inconveniente que ha de ser resuelto y que Platón ya advirtió para su república. Contra este inconveniente el mismo Platón también improvisó unas toscas (su tiempo no permitía más) medidas poblacionistas y eugenési-cas. No deja de ser intuitivamente inquietante que a la político-pedagogia platónica se la llame como el arte de las parteras, la mayéutica, y que la relación dialéctica de Sócrates con sus interlocutores guarde esa ya conocida analogía con el proceso de fecundación-gestación-parto, expresando toda una sutil declaración de pretensiones, como si en torno al hombre se diera una extraña lucha por la paternidad. Ciertamente, a diferencia de una individualista pululación angélica, es destino inexorablemente humano el hecho nada banal de que los hombres sean hijos unos de otros (aunque no todos hijos de todos, como quisiera el Estado revolucionario). Que al hombre le sea esencial el parentesco indica hacia donde debe dirigirse cualquier voluntad de transformar esencialmente la humanidad. Tal vez sea esta la verdadera cuestión de fondo del destino humano, y hasta tal punto debe ser así que incluso el Dios de la teología cristiana pretende vincularse al hombre en términos nada menos que de relación paterno-filial. Sin embargo, en comparación al ideal del filósofo-rey, las pretensiones del Dios de la teología cristiana son realmente modestas; porque si respecto a Dios, el hombre se queda en hijo “adoptivo” por la gracia, el filósofo-rey no se conforma con menos que ahijarselo produciéndolo enteramente. Desde el principio, la posibilidad de la utopía ha estado oculta y esencialmente vinculada a esa voluntad, voluntad finalmente puesta al descubierto sin alarma, antes bien, predicada con optimismo tecnologista, y pudiendo incluso poner en cuestión las esperanzas resistenciales de alguien como Hannah Arendt, que tan profundamente advirtió los peores peligros de nuestro tiempo. Según Arendt la fuerza del totalitarismo sólo puede ser “retrasada, y es casi inevitablemente retrasada por la libertad del hombre”, libertad que “se identifica con el hecho de que los hombres nacen y que por eso cada uno de ellos es un nuevo comienzo, y con cada uno comienza, en cierto sentido, el mundo...”. Al parecer, este retraso empieza a no ser tan inevitable.
Las generaciones de los hombres se alejan en una secuencia que escapa no sólo a la posibilidad de una comunidad única, sinó también a la de una memoria única y objetiva. Es por eso que en todas las culturas la explicación de los orígenes se ha expresado siempre en lenguaje mítico. La humanidad nunca ha podido darse en pleno más que en un origen inaccesible y, por ello, su reversión sobre el pasado ha estado siempre mediada por una reverente interpretación sacral. Romper con esa interpretación significa cortar amarras con el pasado a la vez que reinterpretarlo y superarlo con aquella actitud intelectual que se ha dado en llamar “liquidación abstracta”, eso es, la pretensión de que el saber ya se ha consumado sin producir a su vez ninguna nueva figura de conciencia y que lo que toca ahora es la transformación. Acabar con la interpretación sacral significa “descubrir” que el momento cero ya sea del Universo, de la Historia, del Hombre o de la Sociedad no tiene nada de sobrenatural ni sagrado, y que, repetimos, la hora de la teoría ha pasado y ha llegado el momento de la praxis, del dominio ilimitado. Si como decía Severino, la tecnología es la ultima forma de teología, la tecné será -ha de ser- la encargada de tomar plena y definitiva posesión de lo humano.
Cuando la tecné esté en condiciones de producir lo que Heidegger llamaba “materia prima hombre” (que como ya sabemos ahora, es sólo cuestión de poquísimo tiempo) habremos llegado al final de una lógica que empezó cuando Platón descubrió que el hecho de que los hombres nazcan unos de otros era algo que no podía quedar impunemente al arbitrio de dos particulares. Cuando este mal menor pueda ser vencido, la República podrá cumplir su ideal de organización interna (entre otras cosas porque el “todo en todos” del Estado utópico-totalitario no dejará nada externo que organizar), ideal que Platón ya admiraba en Esparta y que esencialmente consiste en la supresión de la intimidad individual, conyugal, o familiar, desenmascarada como pretensión egoista y antisocial (o, como se decía antes, “pequeño-burguesa”). Ese ideal es aquel al que podemos llamar, des-pués de la experiencia político-carcelaria de los totalitarismos del siglo XX, el ideal concentracionista. Esa es la condición para llevar a cabo la definitiva reeducación del hombre y del ciudadano.
El Estado revolucionario es esencialmente un dinamismo de desprivatización sistemática de toda forma de entorno individual para instaurar la “cosa pública”, horizonte utopista irreconciliable con nada que no sea ella misma. Irreconciliable, concretamente, con la familia, su enemigo natural. A diferencia de la natural sociedad política que siendo comunitaria -siguiendo la tipología de Tönnies-, lo es de forma mediata a través de la familia, que sería la inmediata, el Estado revolucionario opera con la intención, más que de invertir este estado de cosas, de suprimir toda mediación. La pretensión de inmediatez exclusiva, de que haya una sola forma comunitaria, implica la disolución de la estructura tradicional entendida en sentido tan amplio como se quiera.
En la sociedad tradicional (digamos, de Antiguo régimen) pueden observarse tres formas comunitarias estables: la familiar, la religiosa y la civil o política. El mejor o peor orden social de todos los tiempos ha dependido siempre del mejor o peor orden entre estas tres variables, pero sobre todo de la delimitación objetiva de sus ámbitos propios. Cuando esa delimitación desaparece, por ejemplo entre lo religioso y lo político, tenemos las teocracias antiguas donde la comunidad familiar queda diluida en una esclavitud de masas, y la “cosa pública” se presenta bajo el despotismo de algo así como la “sacra cosa pública” (ya nos ocuparemos de lo fácil que resulta pasar de sacra a laica) de los imperios egipcio o azteca en que, más que un sacerdocio estatalizado, lo que se da es un estatalismo sagrado. Cuando la delimitación se esfuma entre la comunidad religiosa y la familiar, por ejemplo en la sociedad romana, la figura del paterfamilias emerge bajo la forma sacerdotal de patriarcado plenipotenciario, con derecho incluso de vida y muerte sobre los miembros de la familia; el padre encarna la propiedad absoluta de manera que la misma comunidad familiar es, antes que eso, una propiedad privada. Sólo aquella forma, exclusiva de la cristiandad occidental, en que estos tres ámbitos han estado bien delimitados, las formas de dominación social han podido evolucionar hacia justos medios y permitir la progresiva aparición del individuo personalizado.
Después del estatalista siglo XX -escenario de los mayores conflictos entre individuo y sociedad que se han dado nunca-, la sociedad occidental, ya innegociablemente individualista, entra en la tan cacareada postmodernidad. La postmodernidad es el saldo, la síntesis conciliadora entre individuo y Estado que, mediante la escisión fundamental entre el espacio público y el privado, permite consolidar el totalitarismo administrativo y jurídico con el derecho a la autoafirmación radical de un nuevo individuo, un indivi-duo que no sabe o prefiere ignorar, que hasta ese espacio privado es una proyección del espacio público. Espacio público que como ámbito del “mundo verdadero”, no sólo no excluye, sino que proyecta el espacio privado en forma de retiro subjetivo, inofensivo e ilusioriamente “propio”, donde el individuo puede refugiarse a practicar sus hobbies estéticos, religiosos, sexuales, ideológicos, solidaristas…, pero que en el fondo es también invadido y diseñado desde el Estado a través de una nueva forma de concentracionismo, el cultural y mediático.
Sigue siendo, sin embargo, el concentracionismo físico indispensable en la reeducación de la infancia. La escolarización utopista, progresivamente vaciada de contenido cognitivo y científico, tiende a ampliarse en horario e intensidad para, más que impetrar un adoctrinamiento político, impedir el desarrollo de la verdadera autosustentación moral e intelectual de la persona, como también señaló Hannah Arendt: “la finalidad de la educación totalitaria no consiste en inculcar determinadas convicciones, sinó en impedir que el educando pueda llegar a formarse ninguna”. Para ello, es precisamente en una sociedad en que los valores-mujer han tomado la hegemonía, donde se dan las condiciones óptimas para ello, cumpliéndose el vaticinio de Spinoza: “En los pueblos en que gobernasen las mujeres, estas educarían a los hombres de modo que su inteligencia no se desarrollase” (TP,XI,3). Dudamos que pueda hallarse una mejor descripción de, por ejemplo, la reforma educativa española. Sea como fuere, Platón sigue tutoriando a Europa: la idea fundamental del despotismo ilustrado es que el Pueblo (con mayúscula desde 1789) está en una perpetua minoría de edad y que, siguiendo el modelo platónico, ha de estar por tanto perpetuamente educado en un proyecto político de infantilización de masas:
“La iglesia no se llamará ya Iglesia, sino escuela (…) el Estado no se llamará monarquía, sino república, pero no dejará de ser Estado, es decir, una tutela oficial pero realmente establecida por una minoría de hombres competentes, hombres de genio y talento, virtuosos, para vigilar y dirigir la conducta de ese gran incorregible y niño terrible: el Pueblo (…) El pueblo, en ese sistema, será el escolar y pupilo eterno” (Bakunin. Dios y el Estado).
Con el individualismo postmoderno y su democracia, la utopía se ha cumplido. El sistema de mercado capitalista se ha hecho compatible con la cultura y la educación revolucionarias y sus valores. Ni el más radical de los izquierdistas puede negar que la democracia que conocemos es cualitativamente aquella que se trataba de alcanzar una vez constatado el fracaso del zafio concentracionismo a la asiática. La presente democracia, que tambien ha conseguido conciliar el individualismo de los átomos racionales con la estructura global, es la plataforma sobre la que, eso sí, caben todavía muchos reajustes cuantitativos. Pero sólo cuantitativos; cualitativamente hablando, la estructura es ya definitiva.
La construcción de la estructura total coincide, paradójicamente, con lo que se ha dado en llamar la crisis de los macrorrelatos. La tradición occidental de elaborar grandes interpretaciones de la realidad ha terminado. Si con la llegada de la utopía no somos todavía felices, debe ser porque aun quedan microrrelatos por resolver dentro incluso de la utopía misma. Ecologismo, feminismo, tercermundismo, derechos de las minorías (derechos, curiosamente, más urgentes cuanto más pequeñas sean esas minorías) están compitiendo en fervor militante con las antiguas revindicaciones de aquella “famélica legión” proletaria que, habiendo pasado a la clase media, se siente perpleja. Sin embargo, la sospecha de que aquí falla algo, se abre paso de forma no explícita, pero real; y mucho es de temer que, constatado el malestar incluso en la sociedad utópica, la conclusión de que no es que el sistema sea falso, sinó que lo hemos aplicado poco (o mal, o hemos sido víctimas de conspiraciones reaccionarias) acabe siendo la conclusión oficial. Mirado con sentido común esta negación de la realidad puede parecer una aberración, pero al estado revolucionario, como a Platón, no le preocupa ser aberrante; lo que le preocupa es no ser eficaz. Y es eficaz; lo es a pesar del absurdo ontológico de su mera existencia, pero es que, como ya sabemos desde san Agustín, el mal no tiene entidad, pero acontece.
espués de meditarlo desde el tomismo más rancio, pienso que el limbo es un estado de felicidad contemplativo de Dios, como si dijéramos "desde fuera", mientras que la salvación propiamente dicha es una participación "interna", desde dentro, de la vida divina.
Ya Dante ponía a las almas puras, pero no bautizadas, en una situación parecida. Luego os busco la cita.
Malcontent
el 26 de abril de 2007